La revista El amante del cine, tuvo que esperar bastante para poder publicar esta nota de Diego Brodersen, con la que comulgo, pese a que no he andado en las lides que curten los protagonistas, puedo darme cuenta cuando estoy ante una obra del arte:"No parecen pocas las ambiciones del segundo largometraje de John Cameron Mitchell, Shortbus, particularmente en estas épocas de conservadurismo disfrazado de desfachatez . A su manera, Shortbus puede funcionar como vital respuesta al sexo funcional de, por ejemplo, una serie como Sex and the City, con sus mujeres profesionales en busca de una verga que reúna autoridad, destreza, valores de mercado, funcionalidad antropométrica y belleza.
Lejos del anhelo de esa quintaesencia fálica, Sofia anda tras el elusivo orgasmo; mientras que Severin, para quien alcanzar el clímax resulta tan fácil como chasquear los dedos, no puede interactuar con otro ser humano si no es de manera superficial, literalmente epidérmica (gran gag: Severin es un apodo de guerra, su verdadero nombre es Jennifer Aniston). Los hombres no la tienen más fácil con sus factibles eyaculaciones, criaturas anhelantes y algo tristes, corriendo detrás de un indicio de felicidad obcecadamente esquivo.
Así el film va perfilando un acercamiento a sus personajes, muy cercano en esencia a la teoría queer en su afirmación de la diferencia dentro de las categorizaciones en grupos sexuales, escapándole al mismo tiempo a la idea de “rareza” o “perversión” tolerada y santificada por la comunidad y los medios masivos, que suele darse cuando éstas no se corren demasiado de los estereotipos al uso.
Todo ello en una ciudad como Nueva York -ciudad redentora, como afirma uno de los habitúes del lugar-, simbolizada en una secuencia de animación naïf que funciona, a la vez, como separador y vínculo entre las diversas historias y personajes. Mitchell también se suma y parodia al cine con múltiples personajes, utilizando una seguidilla de problemas en el servicio eléctrico y un extenso apagón como puntos de inflexión del relato.
Shortbus se propone, en ese sentido, como una luz en la oscuridad, un faro humano, imperfectamente humano, entre tanta deshumanización. Y su mayor hallazgo es ese tono juguetón y algo desordenado que lo atraviesa de principio a fin, logrado en gran medida gracias al trabajo con el reparto -los actores improvisaron escenas y diálogos que luego serían incorporados al guión final- y el uso del sexo no simulado como materia prima de empatía emocional.
Hay una sensación que va ganando terreno con fuerza a medida que el film se acerca a su desenlace, y que el realizador no puede o no quiere –caben las dos posibilidades, e incluso ambas a la vez- esconder detrás de aseveraciones categóricas: no hay respuestas, sólo búsquedas, en su mayoría infructuosas. Lejos de ofrecerse como panacea cinematográfica a las soledades e insatisfacciones de la vida en las sociedades modernas, Shortbus se planta y resuelve no decir nada importante sobre el mundo.
Es una elección que puede sonar un tanto cobarde, y que carga inevitablemente al film de ciertas resoluciones un tanto ingenuas, pero que en el fondo guarda cierto grado de sabiduría. Al fin y al cabo, el cine está lleno de Babeles empecinadas en explicarnos las razones de los males que nos aquejan. A eso, Shortbus responde, sin enrojecerse y con una sonrisa franca y contagiosa: Es como en los 60, sólo que con menos esperanza.
Con esa precisa frase Justin Bond –según dicen, un reconocido drag queen del off neoyorkino que se interpreta aquí a sí mismo- define el ambiente del Shortbus, local donde conviven las proyecciones de cine artie, las performances musicales más diversas y las expresiones de la sexualidad humana en su nivel máximo de libertad. Un boliche para descontrolar, podría pensar un malpensado, y no estaría tan errado. O tal vez sí, y mucho.
Porque Shortbus, el establecimiento pero también la película, lejos del reviente y la permisividad efímera, entienden la búsqueda de la plenitud sexual –sexo como necesidad, pulsión, sublimación del amor y del deseo, amancebamiento, fornicación, declaración física y espiritual- como un territorio utópico que bien vale la pena investigar, aunque se lo intuya perdido. El “amor libre” como camino condenado al fracaso, o al menos con escasas certidumbres de éxito, pero no por ello menos rico o valioso que otros senderos amorosos más trillados. (me refiero en particular al cine norteamericano contemporáneo, aunque la ecuación podría trasladarse a expresiones culturales y sociales de otras latitudes), y no es casual que entre sus imágenes se puedan encontrar algunas de las escenas de sexo más divertidas –el sexo también es diversión, claro- de la historia del cine." Por Diego Brodersen para El Amante del Cine.